Fiestas del medievo 2024
8, 9 y 10 de marzo

EL PREGONERO NOS INVITA A SER FELICES SIN MODERACIÓN EN ESTAS FIESTAS DEL MEDIEVO VILLENA 2024

El primer día de las Fiestas del Medievo se está celebrando con buen tiempo, que se prevé cambie en la jornada del sábado, esperamos que la predicción no sea tan severa con el barrio del Rabal y permita la puesta en escena tan exigente que la organización tiene preparada para las miles de personas que se esperan en Villena. Larga vida a las Fiestas del Medievo.

PREGÓN DE LAS FIESTAS DEL MEDIEVO (VILLENA, 2024)

ÁNGEL L. PRIETO DE PAULA

Vecinas y vecinos del Rabal, villenenses, visitantes, feriantes, amigas y amigos:

Hace algún tiempo, la Asociación de Vecinos del Rabal, por la persona de su presidente, me invitó a pronunciar este pregón. Según los códigos del género, me tocaría ahora decir que no merezco la distinción, porque no he nacido en el Rabal ni puedo traer a colación mis recuerdos infantiles o mis primeros escarceos amorosos por estas calles y plazas, que he frecuentado y hecho mías ya de adulto. Pero, aunque soy enemigo de la vanidad, que es un defecto, lo soy más de la falsa modestia, porque reúne dos defectos (la vanidad y el disimulo); y hasta me incomoda la virtud de la modestia cuando se hace ostentación de ella, porque entonces deja de serlo. Así que diré solo y de todo corazón: muchas gracias.

Lo primero que quiero subrayar es que estamos asistiendo al nacimiento de una tradición. Las tradiciones parecen haber nacido viejas, pero lo cierto es que un día fueron nuevas: cuando aún ignoraban que llegarían a ser tradiciones. Pues bien, estas Fiestas del Medievo están en ese punto en que, aún jóvenes —22 gloriosos años—, han entrado ya en un proceso de asentamiento ojalá que irreversible.

¿Cómo han alcanzado en tan poco tiempo este grado de consolidación? Pues como suelen ocurrir estas cosas. Hace falta siempre algún quijote, algunos quijotes, con capacidad de soñar; pero quijotes prácticos, aunque esto suene a contradicción: de los que tienen sueños, pero también brazos para llevarlos a cabo; de los que tienen la cabeza en las nubes, pero los pies en el suelo. No voy a decir nombres, pero todos sabéis quiénes son. ¡Ah! Y algo importantísimo: ha sido imprescindible la colaboración, el entusiasmo y el apoyo de toda una ciudad. A esos quijotes no podemos pagarles lo que han hecho, pero sí podemos agradecérselo: haciéndoles saber que lo que ellos han puesto en pie podría mantenerse en pie sin ellos, porque ha adquirido ya una vida propia.

Pero, con ser estas fiestas tan importantes, son solo la punta de un iceberg: lo que brilla y atrae a los visitantes, lo que se difunde en la televisión, la radio o las redes sociales. Sin embargo, debajo de lo que se ve hay muchas cosas que no se ven, menos brillantes pero no menos importantes. Cuando se apagan las antorchas y cesan bailes y música, los vecinos del Rabal han de retornar a la cotidianidad: acuden a la fábrica, al taller o al bancal, llevan a sus hijos al colegio, discuten sobre la limpieza, el tráfico, la “gentrificación” (que afecta a muchos barrios antiguos como este en procesos de renovación urbana, cuyos habitantes de siempre, de economía a menudo precaria, se ven desplazados de sus viviendas porque no pueden mantenerlas). Y añadamos a lo anterior que los vecinos del Rabal cuidan y preservan “nuestro” patrimonio; un patrimonio de todos, no solo suyo. Es de justicia que colaboremos con ellos, y que se ponga al frente el Ayuntamiento. Debemos entender que El Rabal no es un parque temático ni un museo etnográfico para visitar de cuando en cuando, sino una colmena de vida que quiere ser fiel al pasado sin que ello suponga renunciar a tener cubiertas las necesidades del presente o frenar las expectativas de futuro.

Cuando pensamos en la Edad Media lo hacemos en un larguísimo periodo que abarca nada menos que diez siglos, desde el V al XV; aunque, en el caso de Villena, los inicios documentales hayamos de desplazarlos a la dominación musulmana. Fragmentado el Imperio romano y el latín como lengua común, el cristianismo fue casi el único nexo que mantuvo una endeble cohesión de aquellos territorios; un cristianismo muy pronto relacionado, pacífica o beligerantemente, con otras religiones y culturas; en concreto, el islam y el judaísmo. Pero no nos engañemos: según la entendemos hoy, la Edad Media es un invento conceptual moderno, de entre finales del XVIII e inicios del XIX (aunque lo comenzaran a perfilar los humanistas). Digámoslo con lo que parece un juego de palabras: en la Edad Media no existía la Edad Media; al igual que nosotros, las gentes de la Edad Media creían que vivían en una edad contemporánea.

En aquellos aproximadamente mil años, la evolución se ralentizó y el mundo pareció amodorrarse, como si hibernara: los cambios se realizan en ciclos largos, y los procesos a veces parecen eternizarse, sin duda debido al aislamiento y las difíciles comunicaciones. Es a partir del siglo XIV cuando se inicia un proceso vertiginoso de transformaciones, con múltiples causas: las hambrunas y mortandades provocadas por un ciclo de malas cosechas debidas a la “pequeña Edad de Hielo”; la Peste Negra, que —riámonos del Covid— mató a más de un tercio de la población europea, convirtió el universo conocido en algo parecido a una vasta necrópolis y, en fin, produjo un enorme retroceso demográfico; la Guerra de los Cien Años; consecuencia de lo anterior, los milenarismos apocalípticos, las procesiones de flagelantes que anunciaban el fin del mundo, etcétera. En nuestro territorio, ya en el siglo XV el marquesado de Villena pasó a depender del realengo, en el marco de las reyertas sucesorias entre partidarios de Isabel la Católica y de Juana la Beltraneja. En este contexto se inscribe un caso espantoso de las luchas casticistas: la degollina que los cristianos viejos hicieron con judíos, moriscos y cristianos renegados, con la iglesia de Santa María y el castillo de la Atalaya como focos emblemáticos.

Aunque parezca anacrónico, me resulta oportuno vincular aquellos terrores de la Baja Edad Media, en que cambiaron atropelladamente todas las referencias culturales anteriores, más o menos estables, con nuestras actuales inseguridades y desorientaciones, derivadas también de la “aceleración de la historia”, por los grandes cambios sin digerir que hemos vivido. En muy pocas décadas, hemos pasado de la carencia de agua corriente a los edificios inteligentes, del botijo al ordenador, de la economía de autoabastecimiento o de trueque a las criptodivisas. En medio de este desconcierto, la vida vecinal, con sus mercados semanales y sus ferias anuales, lo mismo que los ritos agrícolas regulados por el ciclo de las estaciones, nos dan un hilo de continuidad, nos permiten enlazar con nuestro pasado y nos ayudan a mantener la identidad personal y colectiva; o sea, a saber quiénes somos.

En la Edad Media, la probabilidad de que un labrador (de laborator, ‘el que trabaja’) tenía de conocer lo que había más allá de cincuenta o setenta kilómetros a la redonda era escasa. Si nacía en Villena, y salvo que hubiera de formar en las mesnadas de un señor en caso de guerra (y solo los varones), era normal que no llegara a ver el mar, o no viajara más allá de Chinchilla o de Alcoy. Tras aquel finis terrae estaba lo desconocido. Quienes daban noticia del “otro mundo” eran los que deambulaban de acá para allá y recalaban en los mercados: juglares que cantaban las gestas de los guerreros; buhoneros que transportaban lociones para la erisipela o filtros para el mal de amor; peregrinos que confiaban la salvación de su alma a las suelas de sus sandalias mientras se dirigían a Jerusalén, Roma o Santiago; feriantes, tratantes de ganado, vendedores de salazones o cereal… Ese espacio de comunidad que conecta a unos vecinos con otros, y a los visitantes con los residentes, lo simboliza el Mercado franco de los jueves, prehistoria de estas fiestas. Concedido a Villena por los Reyes Católicos, en realidad era una validación de una primitiva licencia del rey Alfonso el Sabio dos siglos antes, y que ya consta en el Fuero de Murcia y en el Fuero de Lorca, otorgados a Villena por don Manuel en 1270 y 1276 respectivamente. Y algo parecido cabe decir de la Feria de Octubre, documentada en 1308. Así que estas fiestas tienen solo 22 años, pero sus ancestros han cumplido ya unos cuantos siglos.

El sentido común me manda terminar. Pero, antes de abrir las puertas que dan acceso a esta celebración, os pediría que seáis felices sin moderación, que hagáis sentir a quienes nos visitan que ellos son también nosotros, y, en fin, que consigáis, que consigamos entre todos, que estas vigesimosegundas Fiestas del Medievo sean las mejores de cuantas se han celebrado hasta hoy, con la convicción de que serán un poco menos buenas que las que se hayan de celebrar el año próximo. Dicho lo cual, ¡viva Villena y felices Fiestas del Medievo!

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